Todo parecía un sueño. Sentí el duro pavimento a través de mis zapatos y era como pisar algodón (una vaga asociación mental a caminar sobre nubes). Tratando de encontrar en diversos puntos de la ciudad algo que capturara mi atención y lograra borrar el sentimiento de asombro y desconexión a la realidad producido por las cartas que había recibido en la mañana. Durante mi niñez, se había construido lentamente dentro de mí, principios básicos, modales, reglas de vestimenta, habla, alimentación... Tal como se construye un palacio, la estructura de lo correcto estaba destinada a fortalecerse con el lento correr de los años y estaría lista para que el habitante disfrutará de su grandeza en sus últimos años.
Pero como siempre, el durante suele ser aburrido, los días de trabajo en la oficina, entre los números y las palabras formales en papel, eran vacíos y no tenían sabor. Seguía los pasos de mi orgulloso padre, siempre vestido elegantemente de traje. Al recorrer el centro de la ciudad, los momentos preciosos y precisos atacaban mi memoria y me llenaban de nostalgia; una nostalgia que durante años había guardado bajo llave en el cajón de la conciencia.
Los hombres de traje empezaron a salir de diferentes edificios y con la prisa habitual, pasaron a mi lado casi a empujones, haciéndose notar por la importancia que tenía su presencia en ese preciso momento en otro lugar. Pronto unas gotas comenzaron a llenar el dorso de mi mano izquierda. Al sentir el liquido pegajoso por el dulce y considerablemente frío, recordé que momentos antes había comprado un cono de nieve en un puesto decente, pequeño pero muy colorido.
Al ver la multitud de hombres que iban vestidos correctamente y que caminaba en sentido contrario al mío, las gotas sabor vainilla empezaban a recorrer mi dorso hasta caer al suelo y relacioné algunas imágenes. Nunca en la vida había visto a un hombre, que en su sano juicio usando ropa de etiqueta, se diera una cita con un cono de nieve, una gaseosa, inclusive un cigarrillo. Concluí que los hombres de traje nunca se ensucian.
Me tomó por sorpresa admitir la ridiculez de mi oficio que por años me esforcé por preservar y continuar con la construcción del palacio de lo correcto. Sin dudar más, di por terminado mi paseo a medio turno por la ciudad. Dirigí una mirada hacia el modesto edificio en el que trabaja, devoré rápidamente lo que quedaba del cono y detuve el primer transporte disponible; en el trayecto organicé las siguientes semanas de mi vida. Había renunciado a una etapa de mi vida sin rumbo fijo y ahora aceptaba el contenido de las cartas, el maravilloso encuentro con el arte que había adorado de joven, algo en lo que invertiría mis próximos años, creando y asombrándome de mi capacidad de creación. Apenas empezaba la destrucción masiva de mi palacio de lo correcto.
Pero como siempre, el durante suele ser aburrido, los días de trabajo en la oficina, entre los números y las palabras formales en papel, eran vacíos y no tenían sabor. Seguía los pasos de mi orgulloso padre, siempre vestido elegantemente de traje. Al recorrer el centro de la ciudad, los momentos preciosos y precisos atacaban mi memoria y me llenaban de nostalgia; una nostalgia que durante años había guardado bajo llave en el cajón de la conciencia.
Los hombres de traje empezaron a salir de diferentes edificios y con la prisa habitual, pasaron a mi lado casi a empujones, haciéndose notar por la importancia que tenía su presencia en ese preciso momento en otro lugar. Pronto unas gotas comenzaron a llenar el dorso de mi mano izquierda. Al sentir el liquido pegajoso por el dulce y considerablemente frío, recordé que momentos antes había comprado un cono de nieve en un puesto decente, pequeño pero muy colorido.
Al ver la multitud de hombres que iban vestidos correctamente y que caminaba en sentido contrario al mío, las gotas sabor vainilla empezaban a recorrer mi dorso hasta caer al suelo y relacioné algunas imágenes. Nunca en la vida había visto a un hombre, que en su sano juicio usando ropa de etiqueta, se diera una cita con un cono de nieve, una gaseosa, inclusive un cigarrillo. Concluí que los hombres de traje nunca se ensucian.
Me tomó por sorpresa admitir la ridiculez de mi oficio que por años me esforcé por preservar y continuar con la construcción del palacio de lo correcto. Sin dudar más, di por terminado mi paseo a medio turno por la ciudad. Dirigí una mirada hacia el modesto edificio en el que trabaja, devoré rápidamente lo que quedaba del cono y detuve el primer transporte disponible; en el trayecto organicé las siguientes semanas de mi vida. Había renunciado a una etapa de mi vida sin rumbo fijo y ahora aceptaba el contenido de las cartas, el maravilloso encuentro con el arte que había adorado de joven, algo en lo que invertiría mis próximos años, creando y asombrándome de mi capacidad de creación. Apenas empezaba la destrucción masiva de mi palacio de lo correcto.