Estaba
sentado sobre la acera, los automóviles que iban y venían, el sonido de las
personas yendo rápidamente hacia su destino, la música y las máximas sobre
moralidad con tintes religiosos le arrebataban el sueño. Uno que otro individuo
le arrojaba una moneda descuidadamente. Era la ilusión de volver a ver a su
amigo el motivo para levantarse, quitarse lo poco que quedaba de las mantas
encima de su cuerpo, buscar comida y continuar con la búsqueda entre la suciedad
de las calles.
Aquel amigo era lo único real que
pertenecía a su vida anterior, todo lo demás que vivía día a día funcionaba
para despertar algún sentido, un sabor, una broma; pero nada como el amigo.
Alguna que otra alucinación en momentos de desesperación lo proyectaba a su
lado, con el andar feliz de siempre, juntos sobreviviendo en las calles. Con
hambre, y viendo unas potentes luces de neón que anunciaban comida a lo largo
de una avenida, recordó el lugar que frecuentaba siempre con…
En
su memoria se activó el recuerdo, un detalle tan minúsculo pero de vital
importancia. Corrió con desesperación media ciudad, sin zapatos y con la ropa
cayéndosele del cuerpo pero lo encontró. Estaba justo en la puerta, donde
habían estado muchas veces en un pasado ya lejano, regularmente ansioso por
comer y con la rutina de dejar a su acompañante ahí, haciéndole entender que
esperara hasta que le trajera algo.
Lo único que se le ocurrió por la emoción
fue abrazarlo y levantarlo con las pocas fuerzas que tenía y sentir como su
felicidad era correspondida. Los ladridos no se hicieron esperar y la fuerza de
los golpes con la cola y el peso del can lo tiraron al piso finalmente.
— ¡Amigo, estoy tan feliz de encontrarte!
Siempre en el mismo lugar, ¿eh?
En cuanto se levantó, el perro ladró con
más fuerza y comenzó a caminar a su lado con alegría evidente. Contó las pocas
monedas que le dieron en la mañana y le dijo que intentarían un lugar nuevo
donde los aceptaran para comer a modo de celebración.