sábado, 30 de abril de 2016

Relaciones

Cuando andar por la playa de noche se hizo poca cosa (consecuencia de las desenfrenadas vacaciones, siempre tan acostumbradas a llenarla de basura y animales que no debían rondar por ahí) lo reemplazamos por ir a tomar de bar en bar. No es que no los quisiera tanto como se querían entre ellos, pero me sentía integrado, como si formara parte de un círculo de amor.
     El encuentro tan típico pero tan casual en un café, donde pude descubrir la fabulosa química que inundaba el cuarto, el humor compartido y los comentarios amorosos de vez en cuando, nosotros platicando tan entretenidos. Tocando el tema de los automóviles y de la música y de chicas por lo bajo cuando Angie se daba la vuelta y corría a ver el atardecer que le parecía tan hermoso a las seis en el lugar de siempre.
     Los pensamientos sobre un triángulo amoroso eran peligrosos, me arrebataban los sueños tranquilos, sentía como si una capa de impureza me cubriera el alma, al día siguiente no los podía mirar a los ojos. Luis, con tanta sensación que causábamos al entrar a lugares concurridos por amigos, pero tú siempre fiel a Angie, nunca supe de nada diferente. 
     Las rutinas nunca eran rutinas realmente porque manteníamos esa armonía viajera, espontánea y aventurera que nos llevaba de la mano hasta las lágrimas de risa o de llanto. Todo estuvo en paz por unos años, a Angie se le estiró el cuello y las piernas, las manos se le cubrieron de pecas y a nosotros nos creció la barba tan de sorpresa que nos preguntaban qué hicimos para que saliera de un día a otro. Con los cambios físicos vinieron los emocionales, los que lograron separarnos y que nos dejáramos por tanto tiempo en las sombras del olvido.


     Y luego los vieron por ahí, luchando entre la arena como si jugaran pero la gente se comenzó a preocupar cuando las lágrimas y los sollozos fueron notorios. Los separaron como pudieron, les dijeron que andar solos un rato les serviría. La playa era un hermoso y melancólico fondo que cubría la escena, el caótico telón que anunciaba la pausa de una obra de amor. Cuando cada uno se dedicó a la caminata precisa y triste, casi interminable, el sonido del mar los envolvió y los alejó tanto que Angie andaba entre las olas, Luis decidido por el muelle hasta romper camino y subir a la habitación. Angie desapareció por varias noches. En medio de la madrugada, tomó el teléfono para realizar cuantas llamadas le parecían adecuadas. Ninguno levantó la bocina y Luis ya iba camino a un bar que contaba con luces que lastimaban los ojos al pasar, de dudosa reputación.


     Con el tiempo me enteré de lo mucho que se decía de Angie. El rechazo de la sociedad cerrada que la catalogaba de rara y especial y que era una suerte tremenda estar con alguien como Luis. Para entonces, se habían mudado cerca de la playa (años después me enteraría de un episodio espectacular que ofrecieron en medio de la arena, los detalles los trajeron muchas personas) y Angie se dedicaba completamente a ser fotógrafa y Luis un impresionante hombre de corbata que apenas llegaba a casa por las noches, con el cerebro hirviendo en números rojos y verdes y con sellos y firmas de compañía o goteando alcohol y apestando a tabaco (me entero de esto porque fue la ultima vez que supe de ellos, tan borracho estabas que no recordabas mi nombre y terminaste por sacarme a golpes de la casa, de lejos vi que te apretabas a ella y te deshacías en disculpas, llorabas desconsolado pero sin voltear a verme, poniendo un punto definitivo a nuestra amistad). Decidí no buscarlos nunca más.


     Un hombre con un saxofón, sonidos que salen de todos lados, el cruce de calles, la gente apretujada haciéndose espacio como podía. El paso lento en la acera pero el ritmo solitario del saxofón, los tintes del jazz olvidado entre 1940 y 1960, los bares que competían en medio del espacio sonoro para apropiárselo y dejar al hombre a la merced del descuido y pasar sobre él y tirarle el instrumento y de paso tomar descaradamente el poco dinero que estaba dentro del sombrero viejo puesto en el suelo. Batalla interminable en el centro de la ciudad. Rostros desdibujados por la prisa de la noche, Luis dejando al bebé en brazos de Angie. Las manos le sudaban porque el lejano 
ritmo de jazz del hombre en medio de la multitud le recordaba a tiempos felices. Angie le recriminó su comportamiento hacia el bebé; el hijo nacido en medio del aburrimiento y la terrible entrega a la monotonía de pareja y de matrimonio. Terminó por resistirse a pelear con él con tanta gente alrededor y caminó decidida hacia delante. Luis no pensaba más que en las consecuencias de el episodio en la playa, la relación que se fue a la basura y la amistad con alguien que no recuerda casi, sólo las noches en bares en medio de la adolescencia, pasando en compañía la pubertad hasta la tediosa adultez. Angie está lejos, como en medio de las olas y el paisaje se le escapa y distorsiona y las ideas le explotan y Luis llora y se aferra a entregarle todo el dinero que tiene encima al hombre del saxofón. Las inversiones descuidadas, el dinero que se da fácilmente y cambia de propietario. Como si fuera un impulso terrible, el dinero se le escurre de la billetera. Mientras saca los montones de billetes se preguntó por cuánto tiempo estarían Angie y su hijo fuera de casa. Al fin y al cabo es todo un episodio más en su relación y con el tiempo regresarán y estarán los tres con la falsa felicidad de siempre.

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