martes, 6 de octubre de 2015

Un resplandor imparable

     Héctor Carrillo Bustos

Cuando se lanzó hacia la carretera, sabíamos que estaba dispuesto a todo, su plan estaba trazado y por la velocidad que adquirió en cuestión de minutos, comprendimos que no tenía intención alguna de detenerse.
     El objetivo era atraparlo y arrebatarle lo que había robado, se especulaba demasiado; nunca se supo a ciencia cierta qué contenía ni cómo, de algún modo, se hizo con aquello, pronto se dijo que era importante y peligroso. Se trataba de algo que no debía caer en las manos equivocadas. La motocicleta se difuminaba en la oscuridad de la noche, profunda y distante, pero tan cercana al conductor que parecía tragárselo poco a poco. Toda la escena se asemejaba a un enorme y hermoso cuadro, de trazos delicados, prolongados hasta el infinito.
     El conductor sabía por dónde conducía, la carretera desierta lo favorecía, su destreza y sencillez manejando hizo evidente su experiencia, en cuanto a caminos y rutas se refiere, superando a varios integrantes del grupo perseguidor; que no paraban de descargar los puños con violencia sobre el claxon para robar su atención hasta cierto punto y lograr que se rindiera por culpa de la presión.
     El alboroto de los motores era ensordecedor, componían una caótica melodía junto con el de las llantas quemándose y los cláxones siendo apretados hasta casi descomponerse; las ventanillas a medio subir, el cuero de los volantes desbaratándose por la tensión. El conductor volteaba con frecuencia, probablemente arrepintiéndose de lo que hacía, probablemente no. El cristal negro del casco nos impedía ver su rostro, sin poder discernir qué era lo que sentía, qué gestos hacía, qué se plasmaba en él.
     Era por la luz de la motocicleta que su localización era fácil, pero estaba funcionando una especie de acuerdo silencioso: el conductor que aferraba aquello robado contra su pecho sabía que si apagaba la luz, el grupo sufriría por recuperar su rastro, sabía que tendría minutos de ventaja pero era la increíble oscuridad que se cernía sobre todos la que lo atemorizaba más que el ruidoso alboroto detrás suyo.
     Al llegar a la precipitada carretera de San Luis y toparse con una multitud de automóviles atrapados por el tráfico, y ver que se alejaba la motocicleta, varios se miraron por encima de los vidrios polarizados para enviarse una mirada de comprensión mezclada con derrota, mientras escuchaban los gritos de júbilo sofocados por el casco del mismo conductor misterioso, mientras huía hacia su libertad.
     Las alertas se dispararon ruidosamente, los ánimos se elevaron y fue como si tuvieran el poder absoluto, era el momento de darlo todo, el nuevo equipo llegaba y estaba preparado para relevar a aquellos que se encontraban perdidos entre cientos de automóviles, y llevar consigo a los que seguían dispuestos a atrapar al ladrón. De alguna manera, ellos sabían muy bien al igual que el conductor que detenerse no era una opción. Los valientes saltamos sobre la espalda de los recién llegados, una fuerza nos unía y nos prohibía abandonar la misión.
     La carretera de San Luis parecía sucumbir poco a poco ante la oscuridad, que se encontraba violentada por la velocidad y el sonido producido por todas las motocicletas que iban casi a la par del ladrón, que tenía la apariencia de un muñeco al que estaba a punto de salírsele el casco de hule.
     Lo terrible de esa carretera era que terminaba abruptamente en un precipicio, todo por culpa de un accidente interno que ocasionó la explosión y desprendimiento del terreno... San Luis era peligroso si no se sabía por dónde se andaba. El equipo especial estaba sobre él, no había escapatoria; todos íbamos hacia la muerte persiguiendo al enemigo o nos rendíamos y dejábamos que tomara la ruta de Cabeza de Manzana hacia el este.
     El motociclista hizo una acrobacia peligrosa que provocó gran revuelo al levantar todo la tierra y piedras asentadas cerca del final de la carretera: algunos salieron volando de su motocicleta, extrañados por la acción y creo que otros se replegaron temiendo por su vida. Pasó lo extraordinario: el motociclista había apagado la luz y fue como si esa acrobacia hubiera sido su rebeldía materializada, su abrazo al destino y la aceptación de la derrota.
     Cuando logramos recuperar la visión, ubicamos a la distancia la motocicleta, tan cerca del precipicio que algunos pensaron que estaba a punto de caer, parecía que pendía de un hilo invisible que lo aferraba al terreno pedregoso. Se acercaron todo lo que pudieron, esperando que algo terrible pasara: una explosión, un grito o un lamento.
     Nada de eso pasó y al detenerse finalmente, en el mismo momento en que los primeros rayos del día los deslumbraban y provocaban que varios se pusieran las gafas de sol, pudieron ver con nitidez el cuerpo de la motocicleta. Estaba cubierta de polvo y con el tubo de escape torcido. No había rastros del conductor, ni fluidos para llegar a él o algo de lo que había sido robado. Exclamaciones de asombro se intercambiaron, unos cuantos insultos, saliva siendo escupida para estamparse en el suelo como señal de desaliento. Todos coincidían en que lo único visible que quedaba del ladrón era su casco.
     El cristal estaba roto, como si el conductor expresara su libertad y afirmara que nos podía mirar cuando quisiera, mostrándonos por fin su verdadera expresión. El aire parecía no llegar hasta nosotros, los eventos de la noche seguían vívidos en nuestros ojos, repitiéndose sin cesar.
      Al desaparecer, se había liberado de sus perseguidores, pero había aceptado esa oscuridad que lo perseguía antes que ellos, había logrado entablar una relación con lo que no dejaba de mirarlo desde arriba, dispuesto a consumirlo sin pensarlo dos veces.

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