domingo, 4 de octubre de 2015

Con ganas de ahogarse

                           Héctor Carrillo Bustos

La lluvia despertó a Santiago. El incesante palpitar del agua contra la madera de la  casa, la instantánea preocupación por las grandes lluvias que pronosticaban día y noche, el peligro inminente. El fenómeno tenía un nombre pero a Santiago no le agradaba decirlo, uno tan sencillo pero cargado de significado. El comienzo de esa lluvia de octubre lo despertó bruscamente de su sueño y le dijo que era sólo el principio de una terrible época de perdida y desastre. «Las tierras en las que habito no están preparadas para eso», pensó Santiago antes de cerrar los ojos y entregarse a las profundidades del sueño nuevamente.
     Qué ganas de abrazar a Santiago. El pobrecito ha de estar bien arropado, preocupado como siempre; buscando respuestas en el techo como si pudiera encontrarse cara a cara con la lluvia. Quiero llevarle algo. Un pan, un cafecito, un chocolate, una olla pequeña de arroz con leche. Cualquier cosa que lo complazca. Vive tan lejos, debí haberme mudado cuando pude. Lo amo tanto, hemos pospuesto por tanto tiempo nuestra boda que casi sueño con ella, como si la lluvia y el desastre no importaran, como si fuera algo de otro mundo. Qué ganas de estar con él ahora mismo.
     Por más que lo intentó, Santiago no pudo alejar los malos sueños de su descanso, eran como gotas de lluvia que le traspasaban, no lo mojaban; lo herían. Se dedicó a arreglar pequeños detalles en su habitación mientras pensaba en Salomé, una mujer que lo pretendía desde que eran muy jóvenes, y que finalmente, ante todas las adversidades, logró hacerla su pareja de vida. Santiago era feliz con ella. Su cuerpo era un refugio donde se podía resguardar de males menores, ya que ella era amable, atenta y cuidadosa. Santiago se la imaginó dando vueltas por su casa como loca, seguramente pensando en él, planeando algo para hacerlo olvidar la lluvia por un rato. Ese sencillo pensamiento lo tranquilizó.
     Son muchos los males que tiene que soportar todos los días, por eso no lo molesto. Trato de no estar sobre él todo el tiempo para que no se sienta presionado. No recuerdo cuándo fue nuestra última discusión, hemos hecho de nuestra relación algo tranquilo, con cierto ritmo, sencillo. Me enamoré al poco tiempo de conocerlo, seguro fue algo de esa delicadeza, ese andar tan descuidado, los comentarios al aire, algunos entorpecidos por la velocidad de sus pensamientos. Todos decían que estaba tirando mi juventud por la borda al juntarme con Santiago, que cuánto tiempo sin casarnos, que por qué no teníamos hijos. Todo eso no importaba, era irrelevante en comparación al gran amor que sentía y sigo sintiendo por él. La vida sin Santiago sería imposible. Si pudiera lo  protegería de los peligros, huiríamos hacia algún lugar donde la lluvia no nos alcanzase nunca. Un lugar lejano, una casita donde vivir tranquilamente, con pocos vecinos, sin presión social del matrimonio y las parejas perfectas. Me siento incompleta ahora, quisiera abrazarlo tan fuerte, lo siento tan lejano; como si fuera un fantasma.
     Santiago estaba ansioso, los pensamientos sobre Salomé se habían evaporado,  el molesto sonido del  agua que entraba por un pequeño orificio en el techo lo perturbaba, el suelo de la cocina resbaladizo, el frío adueñándose de la casa.      
     Santiago anduvo con cuidado, tratando de encontrar algún recipiente útil para retener el agua. Después de colocarlo en el suelo, miró por la ventana, lo cautivó el ritmo de la lluvia, la bella y salvaje naturaleza del agua. Recordó sus sueños y con terror se imaginó estar en medio del desastre que golpearía brutalmente a la ciudad a finales del año. Deseó no estar solo nunca más, deseó la pena y el dolor compartido con su pareja. Las lágrimas se le atragantaron, sintió unas enormes ganas de ahogarse al lado de su amada, repleto de nostalgia mezclada con cariño, ahogarse de ella, ahogarse de su amor hasta los últimos suspiros. Sintió la ausencia de Salomé en ese momento; en muchos momentos que aún no pasaban, la extrañó en el caos y fuera de él.
     Retrocedió torpemente, cargando toneladas de miedo sobre sus hombros y resbaló por el suelo mojado. Su cabeza se estrelló violentamente, y por un momento la sencillez de la escena dramática y estúpida de su muerte le causó una modesta comicidad, mientras recordaba a Salomé por última vez y abandonaba su cuerpo, convencido con tristeza de que nunca se ahogarían juntos.

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